-O el Yukón en sentido contrario llevándose el verano-
Seamos francos desde el principio: no es –y a este respecto no cabe concebir ninguna duda- una lectura de verano. Hay varias razones de gran peso subjetivo que sustentan esta viga.
La primera puede parecer un tópico pero no lo es: yo, como lector, no me creo que en Canadá exista el verano. No he estado allí, es cierto, y parece ser que en el sentido meteorológico tienen incluso primavera y otoño además del invierno, pero al leer estos cuentos de Munro se te mete en la gorja una hebra afilada de viento que te atenaza el hálito. Y cualquiera que haya leído a Jack London –The call of the Wild, por ejemplo- reconoce como lector que esa hebra viene del Yukón, desde Alaska, donde pasan frío en agosto hasta los huskys.
La segunda razón es que estas narraciones son de una crudeza tal, que no me veo capaz de compatibilizarlas con la más que respetable a la par que lógica preocupación por la marca del bañador o del bikini. Yo lo veo así: si estás leyendo Mi vida querida y te despistas con que se te mete arena en la toalla, con la crema o con la ensaladilla, se te congelan las manos y cuando te quieres dar cuenta estás donde el socorrista o, en el peor de los casos, hay que amputar in situ, rodeado de curiosos estupefactos en traje de baño, en mitad de la Segunda del Sardinero.
Así que no veo razón para insistir más en lo que está meridianamente claro: Mi vida querida es una lectura de invierno, una colección de cuentos para leer con guantes. No hay en los cuentos barroquismo, no hay humor, no hay más rasgos de estilo que el escribir exactamente lo necesario para contar una historia, es decir, la depuración del estilo. Y todos los cuentos son un iceberg, todos ocultan más de lo que muestran, dejándome con la sensación de estar ante múltiples novelas por desarrollar.
Los cuentos se sitúan en un Canadá rural en torno a los años de la Segunda guerra mundial: costumbres y formas de vida y de relación desaparecidas ya, contadas como con un cuchillo de diseccionar el material narrativo: una historia sin interés aparente empieza a resultar apasionante, reveladora, llena de significado. Supongo que esa es la magia de la literatura, la maestría de narrador.
Lo que me llama la atención aquí no es una imaginación desbordante, un ingenio vivo o un lenguaje exquisitamente trabajado, lo que hay en estos cuentos es una historia cualquiera, y esa historia se convierte en manos de Munro en una peripecia única capaz de alojar dentro toda la humanidad de la Tierra. Me recuerda en algunos momentos a John Berger –Puerca Tierra, Una vez en Europa, Lila y Flag– en las atmósferas rurales y en los personajes extinguidos, ajenos ya al mundo del lector moderno.
Sentenciosamente cabría decir que para Munro no hay historias buenas y malas, personajes interesantes o no, sino que cada humano con su vivencia puede adquirir a través de la literatura el estatus de obra maestra. Cada vida merece una obra, sea cuento, novela, poema, canción o pintura. Munro, entre todas las vidas, escoge algunas que a mí me parecen difíciles de contar. Y las borda.
-Chapó, señora.
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