«Algunas reglas son buenas, chico – le decía Wally besándole (lo que hacía a menudo, sobre todo en el agua)-. Pero algunas solo son reglas. Tienes que quebrantarlas prudentemente.»
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PRÍNCIPES DE MAINE, REYES DE NUEVA INGLATERRA, de John Irving
-O cómo un Dios juicioso indicaría a Gallardón que leyera esta reseña y después esta novela-
El Dr. Larch, acostada ya la tropa de huérfanos que tutela en el orfanato tras haberles leído un pasaje de David Copperfield, gritaba:
-¡Buenas noches! ¡Buenas noches, príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra!
Y me parece que en el frío interior, en la humedad permanente que debe suponer la orfandad, una llamita, una hebra caliente debía de encenderse en muchos corazones en el enorme dormitorio a oscuras. Llamar príncipes y reyes a los huérfanos, a los más desheredados, al conducirlos al miedo y la soledad de la noche es un gesto de una bondad y una inteligencia heroicas.
Ese es Wilbur Larch, un médico de principios del siglo XX que dirige un orfanato. Flanqueado por Enfermera Edna y Enfermera Ángela, mantiene además una isla en mitad del vacío donde las mujeres pueden abortar en condiciones de seguridad médica, si es esa su necesidad. También pueden dar a luz al bebé y entregarlo en adopción.
Así pues, la novela no escurre ningún bulto: la orfandad, el aborto, las convenciones sociales o la desobediencia a las leyes injustas son los temas que los personajes desarrollan en diversas direcciones. Si ante asuntos tan polémicos y personales a veces la afinidad ideológica sostiene al lector frente a textos pobres, no es este el caso: Príncipes de Maine… es una obra que se tiene en pie al margen de las opiniones personales, debido a la fortaleza de sus personajes y a su indudable calidad literaria.
Dicho esto, es una pena que en la vastísima inutilidad de su cultura, nuestro ministro Gallardón no haya sacado un rato para leerla. Escrita en 1985, fecha con significado en lo que al aborto en España se refiere, podía aprovecharle. Tal vez lo haya hecho y no le aprovechó; tal vez lo haga gracias a este blog y decida retirar su ley; tal vez le parta un rayo. Entiendo y asumo que las dos últimas posibilidades son improbables.
A este respecto me resulta terrible comprobar que en el tiempo vital que a uno le toca habitar las cosas pueden ir decididamente hacia atrás, a peor: la falacia del progreso. Javier Marías y Juan José Millas explicaban respectivamente la ruptura del pacto social y la violencia estructural en dos magníficos artículos de hace unas semanas, La baraja rota y Una gilipollez. Ambos altamente recomendables.
Volviendo a Irving, esta es mi segunda incursión en su universo. El mundo según Garp me pareció una novela repleta de hallazgos, con momentos de virtuosismo y un humor ácido y duro que hace de ella una novela a ratos imprevisible e inquietante. Príncipes de Maine es más clásica en su composición y –pese a su temática- más suave, más digerible porque Irving ha reducido mucho el grado de esperpento respeto a la anterior. Sin embargo, no me quedo esta vez con ganas de empezar inmediatamente otra novela suya: en mi mesita hay libros de Munro y de Proulx esperando, aunque reconozco que también tengo Personas como yo, la hasta ahora última novela de Irving, en la que aborda el tema de la transexualidad. Y es que me admira la capacidad de este escritor para meterse en argumentos de alta carga polémica, en argumentos –tal y como están las cosas- tan necesarios.
Así pues, tras dos novelas, Irving me parece un autor valioso, entretenido y ligero -que no fácil- de leer, al que uno puede confiar su atención y su sensibilidad durante unas horas sin arrepentirse.
Me quedo con este grito de amor y de insumisión ante esta realidad rastrera y alienante que consentimos:
-¡Buenas noches, príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra!